jueves, 17 de diciembre de 2015

Las ballenas de Quissico - Mia Couto

Sólo estaba sentado. Nada más. Simplemente así, sentadísimo. El tiempo no lo molestaba. Lo dejaba. Bento João Mussavele.
Pero no daba pena. La gente pasaba y veía que él, allí dentro, no estaba parado. Cuando le inquirían, respondía siempre igual:
    • Estoy refrescándome un poquito.
Ya debía de estar muy refrescado cuando, un día, decidió levantarse.
    • Ya me voy.
Los amigos pensaron que él regresaba a la tierra. Que había decidido finalmente trabajar y se había dispuesto a abrir una machamba1. Empezaron los adioses.
Algunos se arriesgaron a replicar:
    • ¿Pero a dónde vas?Tu tierra está llena de bandidos.
Pero él no oía. Había escogido su idea, era un secreto. Se lo confesó a su tío.
    • Sabes, tío, ahora hay demasiada hambre allí en Inhambane. Las personas se están muriendo todos los días.
Y movía la cabeza, parecía condolecido. Pero no era sentimiento: solamente respeto por los muertos.
    • Me contaron una cosa. Esa cosa me va a cambiar la vida. - Hizo una pausa, se enderezó en la silla: - Sabes lo que es una ballena... no sé cómo...
    • ¿Ballena?
    • Eso mismo.
    • ¿Pero a cuento de qué viene la ballena?
    • Porque apareció en Quissico. De verdad.
    • Pero no hay ballenas, yo nunca las vi. Y aunque apareciese, ¿cómo saben las personas el nombre del animal?
    • Las personas no conocen el nombre. Fue un periodista quien dijo esa cosa de ballena, no-ballena. Solo sabemos que es un pez grande, que viene a posarse en la playa. Viene de parte de la noche. Abre la boca y, chii, se vieras allí dentro... está lleno de las cosas. Mira, parece almacén pero no de esos de ahora, almacén de antiguamente. Lleno. Lo juro, en serio.
Después, dio los detalles: las personas llegaban cerca y pedían. Cada uno, según. Cadaunamente. Sólo había que pedir. Así sin exigencias ni guía de marcha. El bicho abría boca y salía almendra, carne, aceite de oliva. Bacalao, también.
    • ¿Ya lo viste? ¿Un tío allí con un carro? Cargas las cosas, llenas, lo traes aquí a la ciudad. Vuelves otra vez. ¿Ya viste el dinero que sale de ahí?
El tío se rio con ganas. Aquello parecía una broma.
    • Todo eso es fantasía. No hay ninguna ballena. ¿Sabes como nació la historia?
No respondió. La conversación ya estaba gastada, en el educado fingimiento de oír; el tío prosiguió:
    • Es la gente de allí que tiene hambre. Mucha hambre. Después inventan esas apariciones, parecen Chicuembo. Pero son espejismos...
    • Ballenas – corrigió Bento.
No se movió. No era aquella duda lo que lo haría rendirse. Había que pedir, buscar la forma de juntar el dinero. Y empezó.
Callejeaba todo el día, para atrás y para delante. Habló con la tía Justina que tiene un puesto en el bazar con el otro, el Marito, que tiene un negócio de carretas. Desconfiaron, todos ellos. Él que fuera allí primero, a Quissico, y encontrase pruebas de la existencia de la ballena. Que trajese algunos productos, preferiblemente botellas de aquella agua de lisboa que, después, ellos lo ayudarían.
Hasta que un día decidió prepararse mejor. Preguntaría a los sabios del barrio, a auel blanco, el Sr. Almeida, y a otro, negro, que respondía al nombre de Agostinho. Empezó por consultar al negro. Habló rápido, la cuestión que lo traía.
    • En primer lugar – dijo el profesor Agostinho -, la ballena no es lo que a primera vista parece. Engaña mucho la ballena.
Sintió un nudo en la garganta, la esperanza desmoronándose.
    • Ya me dijeron Sr. Agostinho. Pero creo en la ballena, tengo que creer.
    • No es eso, querido. Quiero decir que la ballena parece aquella que no es. Parece un pez pero no lo es. Es un mamífero. Como yo y como tú, somos mamíferos.
    • ¿Entonces? ¿Somos como la ballena?
El profesor habló durante media hora. Se aplicó mucho con el portugués. Bento con los ojos expectantes, ávido en aquella casi traducción. Pero la explicación zoológico fue detallista y la conversación no satisfizo los propósitos de Bento.
Intentó en casa del blanco. Atravesó las avenidas cubiertas de acacias. En los paseos los niños jugaban con los estambres de las flores de las acacias. Mira esto, todos mezclados, hijos de blancos y de negros. Si fuese en el tiempo de antiguamente...
Cuando llamó a la puerta de red de la residencia de Almeida un empleado doméstico lo acechó, desconfiado. Venció con una mueca la intensidad de la luz exterior y, cuando se dio cuenta del color de la piel del visitante decidió mantener la puerta cerrada.
    • Estoy pidiendo hablar con el Sr. Almeida. Él ya me conoce.
La conversación fue breve, Almeida no respondió ni sí ni no. Dijo que el mundo andaba loco, que el eje de la Tierra estaba cada vez más inclinado y que los polos se estaban enfadando. O achatando, no entendió bien.2
Pero aquel discurso vago le dio esperanzas. Era casi una confirmación. Cuando salió, Beno estaba eufórico. Ya veía ballenas extendidas perdiéndose en la vista, serpenteando en las playas de Quissico. Centenas, todas cargaditas y él pasándoles revista con una carreta station, MLJ.
Con el poco dinero que había acumulado compró el billete y partió. Por la carretera se veía la guerra. Los destrozos de los autobuses quemados se juntaba al sufrimiento de los campos castigados por la sequía.
    • ¿Ahora sólo el sol llueve?
El humo del autobús en que viajaba entraba para la cabina, los pasajeros reclamaban pero él, Bento Mussavele, tenái los ojos bien lejos, viajando ya la costa de Quissico. Cuando llegó, todo aquello le parecía familiar. La ensenada se aguaba por las lagunas de Massava y Maiene. Era bonito aquel azul disolviéndose en los ojos. Al fondo, después de las lagunas, otra vez la tierra, una línea castaña estacando la furia del mar. La tozudez de las olas fue creando heridas en aquella muralla, ciñéndola en islas altas, parecían montañas que emergían del azul para respirar. La ballena debía presentarse por allí, mezclada con aquel gris del cielo al morir el día.
Bajó con el pequeño saco a cuestas hasta llegar a las casas abandonadas de la playa. En otros tiempos, aquellas casas habían servido para fines turísticos. Los portugueses no llegaban allí. Sólo los sudafricanos. Ahora, todo estba desierto y únicamente él, Bento Mussavele, gobernaba aquel paisaje irreal. Se arregló en una casa vieja, instalándose entre restos de muebles y fantasmas recientes. Allí se quedó sin darse cuenta del ir y venir de la vida. Cuando el mar se levantaba, fuese la hora que fuese, Bento bajaba al reventón y allí se quedaba vigilando las tinieblas. Chupando de una pipa vieja y apagada, cavilaba:
    • Há de venir. Lo sé, há de venir.
Semanas después, los amigos fueron a visitarlo. Arriesgaron el camino, en los Oliveiras, cada curva en la carretera era un susto asediando el corazón. Llegaron a la casa, después de bajar la ladera. Bento estaba allí, dormitando entre platos de aluminio y cajas de madera. Había un colchón viejo deshaciéndose sobre un somier. Sobresaltado, Bento saludó a los amigos sin dar grandes confianzas. Confesó que ya había cogido cariño a la casa. Después de la ballena, había que meter muebles, de esos que se ponen contra las paredes. Pero los mayores planes estaban en las alfombras. Todo lo que fuese suelo o que a ello se pareciese sería tapizado. Incluso las inmediaciones de la casa, también, porque la arena es un rollo, anda siempre en los pies. Era especial una alfombra que se extendía por el arenal, uniendo la casa al lugar donde desembarcaría la dicha.
Finalmente, uno de los amigos abrió el juego.
    • Sabes, Bento: allí en Maputo están difundiendo que eres un reaccionario. Estás aquí, como estás, sólo por causa de esa cosa de armas no-armas.
    • ¿Armas?
    • Sí – ayudó otro visitante. - Sabes que Sudáfrica está abasteciendo a los bandos. Reciben armas que vienen por el camino del mar. Es por eso que están diciendo muchas cosas sobre ti.
Él se puso nervioso. Eh, tío, ya no aguanto sentado. Sobre quien recibe armas no sé, repetía. Estoy esperando la ballena, nada más.
Se discutió. Bento siempre a la delantera. ¿Qué se sabía allí se la maldita ballena no venía de los países socialistas? Hasta incluso el profesor Agostinho, que todos conocen, dijo que sólo faltaba ver cercos volando.
    • Espera ahí, hombre. Ahora ya empieza una historia de cercos cuando aún nadie vio la mierda de la ballena.
Entre los visitantes había uno que pertenecía a las estructuras y que decía que tenía una explicación. Que la ballena y los cercos...
    • Espera, los cercos no tienen nada que ver...
    • Cierto, deja ahí los cercos, pero la ballena esa es una invención de los imperialistas para que el pueblo se esté quieto, a la espera de que la comida llegue siempre de fuera.
    • ¿Pero los imperialistas andan inventando ballenas?
    • Inventaron, sí. Ese rumor...
    • ¿Pero quién dio ojos a las personas que la vieron? ¿Fueron los imperialistas?
    • Vale, Bento, tú quédate, nosotros ya nos vamos.
Y los amigos se fueron, convencidos de que allí había hechicer´´ia. Alguien había dado una medicina para que Bento se perdiese en la arena de aquella espera idiota.
Una noche, el mar roncando en un enfado sin fin, Bento despertó sobresaltado. Estaba temblando, parecía atacado de paludismo. Se tocó las piernas: ardían. Pero había un señal en el viento, una adivinanza en la oscuridad que lo obligaba a salir. ¿Sería una promesa, sería una desgracia? Se acercó a la puerta. La arena había perdido su sitio, parecía un látigo entrado en cólera. De repente, debajo de los remolinos de arena, él vio la alfombra, la tal alfombra que él había extendido en su sueño. Si eso fuese verdad, se allí estuviese la alfombra, entonces la ballena había llegado. Intentó afinar los ojos disparándose de la emoción pero los mareos le derribaban la vista, las manos pedían apoyo al umbral de la puerta. Se metió por el arenal, completamente desnudo, pequeño como una gaviota de alas quebradas. No oía su propia voz, no sabía si era él quien gritaba. Ella vino, ella vino. La voz estallaba dentro de su cabeza. Estaba ya entrando en el agua, la sentía fría, quemando los nervios tensos. Había más adelante una mancha oscura, que iba y que venía como un corazón torpe y beodo. Sólo podía ser ella, así de huidiza.
En cuanto descargase las primeras mercancías él se metía un pedazo de comida porque el hambre hacía mucho que le disputaba el cuerpo. Sólo después arreglaría el resto, aprovechando las cajas viejas de la casa.
Iba pensando en el trabajo que faltaba mientras caminaba, el agua ahora envolviéndolo por la cintura. Estaba ligero, tal vez la angustia le hubiese vaciado el alma. Una segunda voz se fue apareciendo, mordiéndole los últimos sentidos. No hay ninguna ballena, estas aguas te van a sepultar, te van a castigar del sueño que acariciaste. Pero, ¿morir así porque sí? No, el animal estaba allí, se oía su respiración, aquel rumor profundo ya no era la tempestad, era la ballena llamándolo. Sintió que ya sentía poco, era casi sólo aquel frescor del agua tocándole el pecho. ¿Qué invención, que qué? ¿No dije que era necesario tener fe, más fe del que duda?
Habitante único de la tempestad, Bento João Mussavele fue siguiendo mar adelante, sueño adelante.
Cuando la tempestad pasó, las aguas azules de la laguna se acostaron, otra vez, en aquella calma secular. Las arenas volvieron a su lugar. En una casa vieja y abandonada quedaban las ropas desaliñadas de Bento João Mussavele, guardando aún su última fiebre. Al lado había un saco conteniendo los restos de un sueño. Hubo quien dijese que aquella ropa y aquel saco eran prueba de la presencia de un enemigo, responsable de la recepción del armamento. Y que las armas serían transportadas por submarinos que, en historias que pasaban de boca en boca, habían sido convertidos en las ballenas de Quissico.

1Machamba: Voz autóctona. Se refiere a un campo agrícola.

2Juego de palabras en portugués, chatear significa enfadar, que es una palabra mucho más común en la lengua coloquial que achatar, por lo que Bento, que está poco habituado al lenguaje del profesor, se confunde.


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